Esas pequeñas historias invisibles

No es que las cosas no pasan, es solo que nadie se digna a contarlas


Recomendación

De casualidad encontré unas fotos que hacía mucho no veía, quizás desde el momento en que fueron sacadas. Son en papel fotográfico, y eso le da una materialidad especial al recuerdo, marcando a su vez, que no son otra cosa que cosas viejas, del pasado.
A pesar de que nunca me gustaron las fotografías, ahí estaba sonriente y natural, parezco feliz, y tengo memoria de que lo era en esa época.
La pregunta que me viene a la cabeza, es si algo así podrá reeditarse, no porque ahora no sea feliz, sino porque me hace falta sentirme como en ese entonces.
Tengo una amiga que dice que lo último que hay que hacer es mirar fotografías viejas un domingo a la tarde, y ahora me doy cuenta por qué me lo recomendaba.

Una gran diferencia

Un día franco no es igual que cualquier otro. Levantarse temprano para ir a hacer algo para una, no molesta. Sino todo lo contrario, entusiasma. Que el subte no funcione, tampoco importa, qué mejor oportunidad para tomar un colectivo. Tener la sonrisa a flor de piel y saber con certeza que la rutina no va a formar parte de la agenda, hace que me convierta en una incansable observadora de la gente que viaja conmigo, adivinando quién va a trabajar y quién no.
Un poco de actividad física no viene mal y una caminata por San Telmo al sol, tampoco.
Ir a hacer trámites al microcentro tiene otro color. Es como si por un día me convirtiera en turista curiosa, descubriendo las frenéticas costumbres porteñas, con motoqueros sin casco, con oficinistas trajeados comiendo panchos, fumando y hablando por celular al mismo tiempo, con mujeres apuradas pero siempre predispuestas a mirar una vidriera que exhibe una linda colección de zapatos, con vendedores ambulantes ofreciendo cosas tan insólitas como inútiles y con turistas, tan ajenos a esa inercia como yo.
Que me manden de una oficina a otra ubicada a 15 cuadras de distancia, no me fastidia, me plantea la aventura de meterme por las angostas callecitas céntricas, encontrando a mi paso galerías indómitas donde se puede encontrar una casa de computación al lado de un local de compostura de calzado, al lado de otro que hace tarjetas y sellos de goma “en el acto”. Y para colmo, es sólo la una del mediodía.
Emprendiendo el regreso a casa, ver la cartelera de cine no es algo a lo que le presto atención como para pensar qué hacer el fin de semana, sino que es una invitación directa para deleitarme con la última película de Edward Norton.
A la salida, la idea de que me apliquen la vacuna contra la rubéola no parece una tortura y la sensación de comprarme un premio por mi valentía, no la considero una locura a esta altura del mes.
Llegar al departamento y poder disfrutar de unos amargos, sin que nada ni nadie me apure, tiene un gustito especial, y apreciar el atardecer desde mi balcón, mientras los trenes se alejan hacia el oeste, tampoco.
Podría haber completado el día, organizando algo módicamente divertido esa noche pero no hizo falta. Las primeras 20 horas de la jornada, ya habían marcado en mí, la diferencia.

Una buena nueva

Volvía del trabajo, y era un poco tarde. La salida del subte que siempre uso, estaba cerrada por esa misma razón. Por eso tuve que salir por la que me hace dar una pequeña vuelta, generando cierto fastidio pues a esa hora lo menos que una quiere hacer es dar una vueltita.
Caminando despistada, como suelo hacer sin importar la hora o cuán cansada esté, me di cuenta que en frente del kiosco había un morocho flaquito y desgarbado, con ropa nueva y gorro igualmente reluciente.
Apuré el paso para confirmar mi sospecha y a medida que me acercaba, ya sentía el sonido de su voz entonando una de sus melodías favoritas, para un público que lo tomaba como el hombre invisible. A su lado, estaba el negrito, moviendo la cola como hacía una semana no lo hacía.
Era Marquitos.
Lo salude alegre y me devolvió una reverencia. No estaba borracho y parecía menos melancólico que de costumbre. Le pregunté dónde había estado y me respondió con lucidez atípica en él: "Por ahí. No quiero ni acordarme".
Volvió a su canción de inmediato y yo seguí mi camino a casa, visiblemente contenta. Antes de doblar en la esquina me grita: "Gracias amiga por darle comida al perro".
Le sonreí sin detenerme, despidiéndome con la mano, feliz y con la certeza de que las viejas cotas habían perdido esta batalla.

Un día como hoy hace 61 años...


No hay mucho más que decir...
Y les dejo un link que viene al caso en un día como el de hoy.

Un gran abrazo peronista a todos los compañeros

Tratado de intolerancia número 100

Marcos (ver más info acá)siempre fue gentil. Últimamente había conseguido ropa nueva y ostentaba un pantalón verde mate y una camisa de color amarillo patito con unos volados de dudosa masculinidad. Un gorro de paja deshilachada y su tradicional silbato, completaban el look.
Se paseaba junto a su perro sin nombre por la puerta de la verdulería, del kiosco, del gimnasio, de la panadería, de la rotisería, del almacén y de las tres peluquerías de la cuadra, saludando a las madres, porque su día se aproximaba.
A su modo, le daba un encanto tierno y particular al barrio, robándome, cada vez que me lo cruzaba, una sonrisa. Daba por sentado que ese ritual de todas las mañanas laborales, iba a repetirse hasta que mi corazón o el de él, se tomaran vacaciones.
Pero hoy, la confabulación de viejas chotas se anticipó a ese día. Un petitorio por la seguridad fue la excusa. Intentaron que todos en la cuadra lo firmáramos, pero sinceramente no sé cuántos fuimos los que nos negamos.
Hoy a la mañana, un escándalo me despertó. Unos ladridos incansables y el grito de un “NO” desgarrador, reemplazó a los molestos pajaritos que viven en el Palo Borracho del callejón. Asomada al balcón, fui testigo del momento en que, prácticamente arrastrándolo, se llevaban a Marcos y a un par de borrachos más, que duermen con él. Eran las 9 de la mañana.
A los costados, estaban esas señoras festejando con cara sádica y satisfecha, esa escena patética. A mi dieron ganas de llorar.
El perro ya no ladra, sólo está sentado mirando la calle esperando que Marquitos vuelva. Y yo también.

Crédito de la foto

Que pruebe lo contrario

El día estaba llegando a su fin, y la pregunta de qué hacer en un viernes sin ofertas daba vueltas en mi cabeza sin encontrar una respuesta certera que termine con ese calesiteo mental.
La marcha por la verdad, la justicia y la aparición de Jorge Julio López, estaba en la agenda de manera inexcusable, pero posteriormente me esperaba una casa solitaria. Inexorablemente. ¿O no?
El subte se demoró mucho más de la cuenta, como suele suceder, pero no me preocupaba porque no tenía apuro en sentir la soledad, de esa que se siente con mayúscula.
En mi cartera todavía descansaba el libro que había terminado de leer hace unos días, uno sobre números, matemática y su historia. El tiempo muerto me invitó sin formalidades a retomarlo en el capítulo que divagaba sobre el infinito. Me entregué, casi sin darme cuenta a esa abstracción, que casualmente era lo que estaba necesitando en ese preciso momento para ocupar mi cabeza en algo más interesante que sentir lástima por mí misma.
Con paciencia conseguí un asiento y una estación antes de la que correspondía cerré el libro y me inventé una salida conmigo misma.
Mientras caminaba la media cuadra que separa la estación del cine, intentaba convencerme de lo bien que la iba a pasar, con un módica cena solitaria y una película con crítica regular.
Una mesa de esas que tienen silloncito fue la que elegí para sentarme, ubicada estratégicamente como para ver todo el movimiento del bar, de forma irregular, y que tiene acceso directo a una librería.
Mientras pedía algo, y abría mi libro en la página 83 donde lo había dejado, imaginaba que algún muchacho iba a entrar y notar que una chica estaba sola, sentada, leyendo, y muerta de ganas por entablar una conversación sobre algún tema interesante.
Cada ruido de pasos llamaba mi atención de manera sutil y de vez en cuando, alguna mirada se me escapaba a la librería para ver si encontraba a alguien tan perdido como yo, buscando un libro que le haga tomar un recreo de sí mismo.
Una parejita, que entre los dos no sumaban más de 45 años, se sentó cerca, luego de haber elegido tres libros para ojear. Él eligió una novela histórica que no pude llegar a ver bien y un libro con ilustraciones del Kamasutra. Ella un libro de cubierta fucsia.
Cuchichearon cosas durante a penas unos minutos, y cuando ella vio el libro de las ilustraciones exclamó en voz alta: "¡Eso es un asco!" y él con sonrisa casi inocente le respondió: "Es sólo gente pasándola bien, ¿No te parece?". La moza les alcanzó unos cafés, y no dijeron más nada. Absolutamente nada, hasta que pidieron la cuenta y se fueron sin siquiera tener el más mínimo contacto físico.
"Qué triste" -pensé- "No pueden charlar de corrido más que un par de minutos". Acto seguido, volví a meterme en mi libro pero sin dejar de pensar en la conversación que quería, la compañía que necesitaba, el infinito, sus dimensiones, y la remota posibilidad de que esa noche no terminara como sabía iba a terminar.
Una hora pasó y mi entrada de cine indicaba que la función estaba por comenzar. Subí a la sala, encontré mi butaca y disfruté de la película.
A la salida, las esperanzas estaban evaporadas y era irremediable. Mi casa estaba, como yo, inexorablemente solitaria.



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