Esas pequeñas historias invisibles

No es que las cosas no pasan, es solo que nadie se digna a contarlas


Volver, volver, volver...


Desde que volví no pienso en otra cosa. Cierro los ojos y sueño sin estar dormida con lo que viví hace a penas unas semanas.
Todo lo que me rodea lo interpreto como señales que me tienen permanente atada a un sentimiento inexplicable. Extraño lo que no me pertenece y nunca fue mío, pero de alguna manera Paris logró meterse adentro de mí de manera irreversible.
La brisa fresca y húmeda mientras caminaba a orillas del Sena, parece no haberme abandonado. Así tampoco la imagen de los artistas callejeros dispuestos a decir las cosas más lindas a los turistas con tal que accedan a ser retratados en Montmartre, o la comunidad africana, con sus colores y dialectos armando un gueto en la zona norte de la ciudad.
El Boulevard Clichy con sus sex shops y sus cafés chiquitos, que oficiaban de kioscos para cigarrillos. Las calles del centro, llenas de alcurnia y con olor a euros, con vidrieras de las casas de moda más resonantes del mundo marcaban su acento francés sin perder la coherencia con los barrios más alejados.
Las veredas de asfalto y las calles de adoquines, no paraban de asombrarme, como así tampoco la cantidad de pequeños teatros y centros culturales diminutos que se multiplican infinitamente por toda la ciudad.
Los carteles art nouveau del metro y el eclecticismo de sus estaciones, en particular la de ‘Arts et métiers’, cubierta íntegramente de paredes de cobre, la que más me robó la respiración.
Los museos son de ensueño y esa cultura se respira en el aire. Miles de chicos los visitan con las escuelas o con sus padres y actúan de sagaces críticos de arte con preguntas o comentarios tan brillantes como inocentes.
El sol no dice siempre presente, pero nunca falta a un atardecer. La humedad condensada en el empedrado refleja los tenues rayos de luz de la tarde y da una atmósfera única, mientras el cielo de gris pálido y plomizo se tiñe de colores más cálidos.
Cualquier lugar es lindo en ese momento del día, pero cerca del Sena es impagable. El frío invernal no alcanza a opacar el instante en que la ciudad le hace honor a su nombre, y la luz artificial transforma el paisaje de manera repentina y armónica.
Los automovilistas son bastante torpes, pero lentos y mirar a un parisino estacionar es casi como ver una película del Inspector Clouseau, sin la menor destreza en el arte de no subir al cordón. Resultan adorables.
Los semáforos confunden y durante medio minuto la luz roja coincide para frenar todas las direcciones y para mi sorpresa, nadie avanza.
Y por último no me cansé nunca de mirar y mirar la torre Eiffel. De día, a la tarde y de noche, como si a cada hora fuera una distinta. Todas esas toneladas de hierro conforman una escultura hipnótica que con su imponencia hacen sentir que falta el aire al contemplarla, y respirar hondo se hace apremiante. Inevitable sonreír con el corazón en el proceso.
Una idea fija me visita todas las noches y no es otra que volver. Pero volver para quedarme y que esa magia sea mi magia cotidiana. Al menos por un tiempo.

Paris je t'aime

En una mochila prestada cargué todas las cosas que pensé iba a necesitar. Tres sweaters, unas remeritas y camisas de invierno, una por cada día, un camisón, ropa interior, camisetas un par de botas, unas zapatillas, los típicos productos de higiene personal, unos cuantos pares de aros, un collar y un perfume.
Viajé poco más de 20 horas, contando una escala interminable de 6 horas en San Pablo, y a pesar de que escuchaba música y leía casi de manera compulsiva, la ansiedad crecía sin que nada pudiera hacer al respecto.
Ansiedad no sólo porque estaba haciendo un viaje que pensaba no iba a hacer, sino porque necesitaba saber cómo iba a terminar o a empezar la historia con Lucas, esa que casi no tenía comienzo y que aguardaba un pronto desenlace a penas pusiera un pie en Paris. Me intrigaba particularmente el primer instante del encuentro. ¿Qué clase de beso me daría? Cualquiera fuera la respuesta, iba a tener dos semanas completas para sacarme todas las dudas.
La ciudad me recibió con sol, y el paisaje de casas bajas desde las afueras hasta el centro permitía que mi mirada se perdiera en un muy definido horizonte. Las ilusiones que tenía a cuestas, pesaban mucho más que mi equipaje y aquel viajecito en tren, generó en mí cierto tipo de taquicardia indescifrable que no acabó hasta horas más tarde.
En la estación me esperaba él, con los auriculares puestos. Vi cómo se los sacaba desde lejos, como en cámara lenta. Caminé nerviosa, casi sin abrigo porque estaba fresco pero no lo suficiente. Se paró enfrente de mí y me beso en la mejilla, agarró mi mochila y caminamos juntos hasta su casa.
La conversación fue sencilla. Sobre el viaje, el vuelo, las esperas, el clima, los pasajeros y otros etcéteras sin importancia. Por adentro creo haber contestado de manera automática todas esas preguntas, dado que los nervios iban ganándome y no podía dejar de mirarle los labios y escuchar esa linda forma que tenía de hablar francés, al nombrar lugares o cruzarse con algún conocido.
Llegamos a destino y la intriga permanecía intacta. Desarmé un poco el bolso y minutos después habíamos partido hacia el centro para dar mi primer paseo por la Ile de France. Saint Michel, el barrio latino, Notre Dame y el Sena inauguraron del golpe mi viaje y sólo en ese primer momento perdí de vista a quién me había invitado.
Caminamos sin rumbo por las callecitas, miramos negocios de mapas viejos, de ropa, de turismo, barcitos griegos. Los edificios comenzaron a iluminarse y vi mi primer atardecer, mágico, solemne y tenue.
Volvimos, hablando de Paris y algunas de las historias que se ven todos los días en el metro. Comimos con un amigo de él, y después de terminar, nos fuimos a su casa.
Decidí tomarme una ducha, porque el viaje comenzaba a hacerse sentir como cansancio y necesitaba lucidez para lo que podía llegar a pasar.
Salí y había música suave. Fue entonces cuando su sinceridad me partió el corazón en pedacitos. Otra chica ocupaba el suyo, y aunque con ella todavía no había pasado nada, tenía la seguridad que iba a suceder mucho cuando se vieran. Su siguiente pregunta fue si me había cagado el viaje. Mentí.
Haciéndome la superada, sobredimensioné Paris y su belleza, y agradecí nuevamente su invitación, aclarando que sin ella no hubiera sido posible mi viaje.
Empezó una película y me dormí al instante. A las horas me desperté y lloré bastante, en silencio, pensando en la suerte que tenía aquella chica, suerte que me resultaba tan pero tan ajena, mientras una nueva desilusión se sumaba a mi historia.
A la mañana siguiente, salí a caminar por París y fui al mejor museo que vi en mi vida, el Musée d’Orsay. Observé por largo rato la torre Eiffel y empecé a pensar que después de todo, no hay mejor lugar que ese para que te rompan el corazón.
Con el correr de los días, me fui dando cuenta que quizás no había mentido tanto, porque la magia que emanan esas calles, la gente, la cultura suspendida en el aire, los edificios y esos conmocionantes atardeceres valían la pena, y hacían sentir que las que no tenían invitación eran mis lágrimas.



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