Esas pequeñas historias invisibles

No es que las cosas no pasan, es solo que nadie se digna a contarlas


De esperas y silencios

Una semana particularmente complicada transcurrría, con violencia, ansiedad, un poco de angustia, y mucha convicción. Era temprano y la lluvia ponía la escenografía perfecta para ese patético momento. No hacía frío, pero un molesto escalofrío se empecinaba en acompañarme.
Tenía clase de francés, que disfruté como de costumbre, y a la salida durante al menos media hora un rayito de sol me acompañó.
En la biblioteca, estaba él, sentado mirando un cuaderno de gramática. Un sweater de lana de llama, rulos esponjosos y cortos, unos anteojos medianos, y sobre el respaldo de la silla una campera verde con un escudo bordado de Tierra del Fuego. Mientras esperaba que me atendieran, me susurró en voz muy baja que espera unos segundos, y me regaló una sonrisa tímida y simpática que me descolocó.
Otro muchacho, mucho menos carismático, me dijo que esperara en otro lado y el respondió con un gesto haciendo burla de las palabras oídas. Sonreí.
De manera torpe, recorrí erróneamente tres mostradores, seguidos de una espinosa corrección del avinagrado empleado. Por sobre mi hombro, no dejé de relojear a ese chico que me había cedido sin interés un poco de alegría. Sonreía sin mirarme, pero para mí fue suficiente.
Cuando todos los trámites habían terminado, quise inventar una excusa para hablarle, para decirle que me había encantado intercambiar ese par de sílabas. Nada remotamente inteligente se me ocurría. Miré sin observar los libros de mi alrededor, pero no tuve el valor de abrir la boca. Me retiré saludando y con la mirada le agradecí.
Él probablemente no lo supo, pero me regaló mucho más que amabilidad. Fueron 8 cuadras de caminata bajo la lluvia, donde todo lo que me pasaba quedó en bambalinas, y sólo ocupaba mi cabeza la duda si el lunes siguiente volvería a verlo.

Brindis por el adiós

Eran las 4 de la tarde, y era el segundo día que hacía un poco de calor. El poncho ya no era necesario, pero el gorro de maquinista era uniforme obligatorio para el festejo de Marquitos. Con una botella de seven up cortada al medio, lleno de una mezcla de vino blanco y cerveza, se paseaba canturreando a 'Los plateros' por la placita reciclada de Rojas.
Con su silbato, asustaba a los ciclistas y a los que caminando pasaban sin registrarlo. El negrito, su perro, movía la cola sin parar porque había comido rico.
Cuando el silbato y los autos dejaron de entretenerlo, empezó a tener una fuerte discusión con el aire. Con un dedo levantado y mirándolo fijamente a los ojos, lo puteó con ganas, y cual mujer ofendida, dio media vuelta y caminó hacia las vías, hablando en voz baja.
Las vías, siempre fueron su casa, su lugar. Las vibraciones, el ruido, la gente, la estación, los guardas, los gorros, los silbatos, los uniformes, todo... era su mundo.
Pero el miércoles a la tarde, algo pasó.
Hoy jueves a la mañana, el panadero, comenta: "¿Te enteraste lo de Marco Antonio?. Lo agarró el tren".
El tren de las 17.15 terminó con su vida y ya no volverá a hacer sus brillantes comentarios, dedicar sus serenatas, ni cuidar coches sin dormir toda la noche. El negrito desapareció, tal vez para que nadie vea su tristeza.
Y en el barrio todos van a hablar por un tiempo de Marquitos con cariño, más adelante se olvidarán.
Pero esta noche, pienso brindar con un buen tinto por ese personaje querible y simpático que me despertó ternura, risas y aunque parezca raro, un inmenso respeto.



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