Esas pequeñas historias invisibles

No es que las cosas no pasan, es solo que nadie se digna a contarlas


Una gran verdad

"Ser un cientifico serio y ser un pelotudo en tu vision de la vida, no son cosas que estan peleadas"

Kyo Gisors, corresponsal de mi amistad en París

Un día cualquiera

Sentada en mi balcón, disfrutando de los primeros soles de primavera, me preparé una mates amargos, desenchufé el teléfono y me entregué al vicio de leer el diario durante horas, sin que nadie me moleste.
De vez en cuando, levantaba la cabeza para ver los trenes que pasaban a ritmo asincopado. Por momentos, algunos diálogos me resultaban interesantes y mi curiosidad podía más que mis ganas de enviciada lectura.
Una conversación entre dos pre-adolescentes y la madre de una de ellas, fue la primera en llamar mi atención por el volúmen de las voces.
Una de las chicas, insistía casi con berrinche, en que la dejara bajar en Morón y a la madre sólo se le escuchaba decir, con mucha falta de dulzura: "Dejate de romper la pelotas, Mélani".
Al escuchar ese nombre, y sentir los chillidos de esa chica, intenté volver a enfrascarme en la nota titulada Resistencia y Ushuaia: vivir con y sin pobreza, pero me resultó imposible.
Por mucho interés que una parte de mi cabeza demostrara en la nota, en la otra seguía dando vueltas ese nombre horrible, y junto con él preguntas sobre el origen del mismo. ¿De dónde habría sacado su madre (o tal vez su padre, si tenía) ese nombre? ¿Tendría otro más que la rescatara de ese destino de estar a medio camino entre un nombre yankee y uno latino (por decirlo de alguna manera)? ¿Tendría la mala suerte de llamarse también Évelyn o Jésica? ¿Tendría un hermano que la molestara día noche por su gracia?
Cuando me dí cuenta del grado de boludeces sobre las que estaba reflexionando, me reí de mi misma, me cebé un mate, y perdí la vista en lo naranja que se estaba volviendo el cielo hacia el oeste, en la misma dirección en la que se escapa otro tren.
Sin darme cuenta, pasó casi una hora y cuando empecé a sentir un poco de frío, levanté campamento y di por terminado mi ritual.
Pero como mi cabeza no se desprende tan fácilmente de las cosas que se le ocurren, antes de cerrar el ventanal se preguntó: ¿Se habrá bajando en Morón?

La máxima de llegar tarde

Tuve un sueño, similar a los que suelo tener (en blanco y negro), pero un poco más absurdo que de costumbre.
Estaba parada en la puerta de mi casa(que no era mi casa de ahora, sino la de hace unos años, pero en la cuadra de mi hogar actual), había sol y tenía puestos lentes oscuros (algo que nunca uso). Esperaba que alguien me viniera a buscar.
Sonó mi celular, y atendí en el modelo ladrillo de movicom, esos de los viejos que tenían buena señal. Era mi jefe, preguntando a los gritos: "¿Dónde mierda estás, que todavía no llegaste a José León Suarez?¿Tenés una idea de quién te está esperando?¿Tenés idea de lo ocupada que está, para soportar tu impuntualidad?".
En vano, intenté explcarle que el remis tenía que pasarme a buscar a las 10.30 y que por lo tanto, no estaba retrasada (eran las 10, aunque el reloj digital marcaban las 8 de la noche clavadas), y me esperaban en Suarez a las 11.30.
De repente, ya estaba adentro de una camioneta Kangoo manejada por Pepe Monje, enroscada en una conversación incómoda donde el conductor no paraba de contarme sobre los problemas sexuales que tenía con su novia y me pedía a mí, consejos al respecto.
Gambeteando un poco a charla con monosílabas e intentando zafar de semejante momento, llegamos a Tigre (ya sé que era José Leon Suarez, pero así sucedió en mi cabeza), donde efectivamente nos estaba esperando Cristina Fernández de Kirchner.
Un secretario me abrió la puerta del auto, que se había convertido en un taxi modelo dodge 1500, y me acompañó a un jardín donde Cristina tomaba un cafe negro y espeso, charlando con un funcionario conocido pero no sabría decir su nombre.
Con un gesto, el hombre me invitó a tomar asiento y apenas me apoyé en la silla comenzó la conversación.
- Dicen que las que llegan tarde, son muy buenas en la cama- dijo ella amablemente
- ¿Es eso cierto? - preguntó el funcionario
- No puedo responder a esa pregunta- le dije
- y ¿cómo puedo saberlo? ¿A quién debo preguntarle? - replicó ella con paciencia y agregó - porque tengo muchas preguntas como esa. Tengo la sospecha de que no me contestas, porque tenés vergüenza...
- No, nada de eso - respondí y finalicé - Pero ya que estamos, ¿Cómo tengo las manos?
Sonó el desperatador, y me quedé con la duda.

Su pregunta no molesta

Era un día con sol, de esos que invitan a no ir a trabajar. De todos modos, y aceptando mi destino de laburante, di mil vueltas buscando la llaves, me eché una última mirada al espejo de al lado de la puerta y salí a la calle.
Antes de haber caminado 10 pasos, los auriculares ya adornaban mis orejas y la música de Billie Holliday le regalaba una sonrisa a mi corazón. Ensimismada, caminé alegre las dos cuadras que separan mi casa de la estación de subte.
Un par de miradas se cruzaron en el camino, que con un dejo de amargura parecían interrogar envidiosos para sus adentros "de qué se reirá esta chica", pero no lograron afectarme.
Bajé los escalones a los saltitos, y en el andén esperaba mi vagón lo suficientemente vacío como para no apurar el paso buscando un asiento. De espaldas a la puerta y del lado del pasillo, tomé mi lugar aguardando que el silbato indicara que ya mi rutina comenzaba, mientras cantaba en voz baja, bailoteaba un poco y buscaba sin mucho frenesí el libro que se había perdido adentro de mi cartera.
Entonces subió al subte un muchacho por demás atractivo, de esos a los que es difícil quitarles la mirada. En seguida me percaté que el asiento que estaba justo enfrente mío estaba vacío y para adentro empecé a repetir, como si fuera una especie de promesa ridícula de esas que se hacen frente al televisor, " Que se siente acá, Que se siente acá, Que se siente acá, Que se siente acá".
No se si fue mi alevosía o qué pero accedió a mi silenciosa e infantil plegaria.
El tren arrancó casi sin que me diera cuenta, e intentando comportarme de la manera más natural posible, seguí tarareando esas viejas canciones y relojeando de vez en cuando al maravilloso espécimen de hombre que tenía a tan solo centímetros.
En una de esas escapadas de mis ojos, me percato que los suyos, color miel, admirados por mí momentos antes, estaban entretenidos con mi rodilla desnuda y lo que seguía hasta mis pies.
La naturalidad para ese entonces había desaparecido dejando un amplio espacio para un cosquilleo nervioso en mi estómago.
Utilizando mi visión periférica, me doy cuenta que me está mirando fijo. Mi corazón empezó a galopar y después de meditarlo un segundo aproximadamente, llené mis pulmones de aire y me decidí a hacer eso que siempre me costó tanto: mantenerle la mirada de un hombre.
Una sonrisa intentó suavizar la intensidad de ese momento, y luego de menos de un minuto, que pareció una eternidad, él preguntó con voz dulce: "¿Hasta dónde vas?".
Incrédula de mis ojos y mis oídos, primero pensé que seguro estaba dirigiéndose a alguien más, haciendo que mi razón contradijera tan alevosamente lo que me indicaban mis sentidos. Hasta por una milésima de segundo, llegué a imaginar que una persona estaba justo detrás mío lista para responder.
Sin controlar del todo mis palabras, un "Piedras" brindó la respuesta que esperaba. Y entre Castro Barros y Lima me contó en resumidas cuentas qué hacía de su vida y por mi parte hice lo propio sin abundar en detalles, no por desconfianza sino porque me costaba articular una oración coherente y módicamente equilibrada con la dosis justa inteligencia, vivacidad y simpatía.
Los azulejos grises indicaban que estábamos entrando en Lima, la estación que él había indicado como su destino, entonces se apresuró a pedirme un teléfono.
La formación estaba prácticamente detenida, y el seguía hurgando sin éxito sus bolsillos en busca de un escurridizo papelito y algo con qué anotar. Entonces sacó su celular y me pidió que en él ingresara el número del mío. Accedí sin discusión alguna, mientras el subte continuaba su marcha. Cuando el trámite numérico había concluido solo restaba mi despedida, hasta el momento en que él se decidiera a llamarme para combinar un encuentro.
Con un beso en la mejilla lo saludé y bajé del vagón sin mirar atrás. Pero mi ansiedad y la curiosidad de saber si aún me miraba fueron más fuertes. Lo busqué dos segundos y ahí estaba, atendiendo mis movimientos con la cabeza a penas ladeada para tener mejor vista por la ventana.
Seguí mis pasos, que de memoria me llevaron al trabajo como lo hacen todos los días. Los auriculares habían vuelto a adornar mis orejas, y una sonrisa tonta mi cara.
Pero en el camino no crucé mirada que indagara sobre mi notable felicidad. Una verdadera lástima, porque me moría de ganas de responderle.

Escultura escatológica


Para los que se estén preguntando "¿Qué mi*rda es eso?". Bueno, sepán que tienen razón pero la preguna adecuada sería "¿De quién es esa caquita?".
Se trata de una réplica del primer soretito de a hija que Tom Cruise tuvo con la actriz Katie Holmes. Sí, increíble pero real.
Al que le interese leer una simpática opinión al respecto recomiento esta y al que no bienvenido a mi mundo.

Carlitos, mi chofer favorito

Cuando ya pensaba que el día iba a ser uno más, de esos en donde absolutamente nada interesante sucede, por más que uno lo intente con toda la voluntad, un colectivero de la línea 55 me demostró que cualquier cosa puede pasar.
Volvía de trabajar, sin haber tenido demasiado éxito, y lo único que me interesaba en ese momento era dejar de chupar frío en la terminal de Barrancas de Belgrano, de donde parte dicho bondi. Eran cerca de las 10 de la noche.
En la parada ya había una señora, que olía a perfume caro (seguro había ido a la marcha de Blumberg del otro día) y no paraba de mirar el reloj y echarle de vez en cuando una mirada ponzoñosa al chofer que estaba tomando un mate en el sucucho de los empleados de la línea.
Yo tenía puestos los auriculares, y esa escena tenía de telón de fondo la banda de sonido de Kill Bill Vol II.
El tipo prendió un pucho y empezó a caminar hacia donde estaba la señora, o sea al lado mío. A mi me parecía que lo hacía en cámara lenta, como si cuando se frenara algo terrible iba a suceder.
Tirándole el humo en la cara y poniéndole cara de malo le dice a la vieja: ¿Anda apurada doña?
Ella, que tenía una terrible cara de Mirta, sólo entrecerró los ojos, resentida, y no dijo nada, mientras el hombre daba media vuelta y volvía para tomarse otro amargo (tenía pinta de tomar así los mates).
Aprovechando la distancia, la doña farfulló frases inentendibles pero que indudablemente hacían referencia al encuentro cercano que había sucedido segundos antes, mientras que miraba atentamente cómo él, de a poco, se iba acercando a su unidad.
De repente, un motor gasolero se puso en marcha estruendosamente y la señora se acomodó la cartera como una gallina gorda de acomoda las plumas, marcando que estaba lista para subir al colectivo. El chofer, desde arriba me hizo una seña, como diciendo que ya puedo subir al colectivo.
La vieja paqueta se apuró para entrar antes que yo, mal que me pesara, estaba antes, razón por la cual la dejé pasar.
El chofer, con gesto indignado me tira una mirada severa y la vuelve hacia Marta. Con el dedo índice bien estirado y oscilándolo de izquierda a derecha, mientras hacia un ruido que sonaba como tchz tchz, le niega el acceso.
Entonces, desconcertada, Marta me dice mientras regresa a la parada: "Ahora este negro me dice no se puede subir. ¿A vos te parece?".
Haciendo como que no la había escuchado, subí al colectivo y el chofer me regaló una sonrisa de gran satisfacción. La doña, desde abajo no podía creer lo que veía e intentó mandarse, dispuesta a no fracasar.
Carlitos, según decía un cartel brillante en el tablero, le cerró la puerta en la cara y se asomó por la ventanilla para decirle: "La casa se reserva el derecho de admisión y permanencia".
Arrancó, y tomando por Luis María Campos, me dice a mí, su única pasajera: "Me tienen harto estas cogotudas de medio pelo".
Una sonrisa fue mi única respuesta. Y todavía no puedo borrármela.

Sin miedo a lo conocido

El de la foto no es Marcos, pero bien podría serlo. Él vive en la cuadra de mi casa. Tiene un ojo más chico que otro y una franela que difícilmente se escape de su mano. Su perrito lo acompaña a donde vaya y lo obedece sólo cuando se le canta.
De su cuello cuelga un silbato al que hace sonar cuando pasa un auto, o para marcar que alguien no está cruzando bien la calle. Tiene alrededor de 40 años, pero pareciera que ya vivió más de un siglo.
Sus manos siempre están sucias, duras, ásperas y con los pliegues bien marcados, típicos de alguien que hace mucho vive y duerme en la calle.
El chaleco naranja delata su oficio de cuidacoches, tarea que no sabe hacer del todo bien, porque no acostumbra pedir moneda alguna después de frenar los autos de la calle para que el conductor de vaya. Con la franela y el pito, como si fuera un señalero de Ezeiza, arma un escenario de película cada vez que alguien quiere ocupar o abandonar un espacio.
Algunas noches, preocupado y medio borracho, a los gritos lamenta no poder dormir porque los dueños no fueron a buscar los autos que dejaron a su cuidado, mostrando un sentido de responsabilidad, que no puede darse el lujo de demostrarse hacia sí mimo.
Cuando está contento, se pone un uniforme de guarda de tren de TBA, medio antiguo, que le regalaron los muchachos de la estación (con gorra y todo) y canta canciones de amor viejas. Se las canta a la almacenera, a la señora del kiosco, al dueño de la panadería o a cualquier chica que pase. Si ella le devuelve la mirada, hace una gentil reverencia y regala la sonrisa más tierna y triste que vi en mi vida.
El día que lo conocí, estaba completamente borracho acostado sobre la entrada al edificio. Mi primera reacción fue cierto temor a cuál podía ser su reacción. Ante lo desconocido, solemos tener un poco de miedo, y esa noche no fue la excepción. Con mucho cuidado de no despertarlo, pasé por sobre sus piernas para abrir la puerta. Cuando estaba cerrando la puerta se despertó y me dijo: “Ese fue sólo un paso para una mujer, pero un salto gigante para mi humanidad” y como se dio cuenta que le había prestado atención agregó, dándose vuelta para seguir con su incómoda siesta sobre el mármol: “Gracias por no escupirme, amiga”.
Desde entonces, así me llama y de vez en cuando, me relata con cariño aquella noche calurosa en que intenté, según él, no molestarlo.



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